“Atacan de nuevo”, pensó, y se mordió la mano cuando en el último empujón cayó al suelo.
“No habrá escondite para ti” gritaban entre risas y aullidos. Todos le esperaban a la salida de clase, mientras las madres se preocupaban por los bocadillos de sus hijos que se les desmoronaban entre las manos. ¡Corre, chico, corre!. El abrigo es demasiado largo y la casa cada día más lejana. Nunca aparece el superhéroe Manga cuando se cierra el semáforo y los coches aceleran. Le acorralaron en la esquina de la farmacia golpeándole contra el escaparate. La mochila saltó por los aires y también las llaves, el cuaderno, los bolígrafos. Le bambolearon hasta caer de rodillas en mitad del corro cuando una paloma huyó volando por encima de su cabeza.
A la mañana siguiente, un coche aparcó justo delante de la puerta del colegio con la música reventando los altavoces. Dentro esperaba un joven. Silbó a varios alumnos que en ese momento salían por la puerta. Los chicos saltaron la barandilla y entraron en el coche. Inmediatamente, apareció un policía municipal y se dispuso a ponerle una multa. El Mierda aprovechó que nadie le miraba y se ocultó detrás de un contenedor de vidrio. Se subió la bufanda hasta los ojos y sujetó con fuerza las tiras de la mochila. Caminaba a paso rápido cuando, de nuevo, oyó la voz de alarma y al instante, un grupo de pies comenzaron a galopar tras él. El Mierda corrió más que nunca hasta que le alcanzaron, como siempre, justo en la esquina de la farmacia. Sabía que era cuestión de aguante. Que era mejor callar. Contraerse en una bola de labios, puños, ojos y estómago. Tragar saliva. No mirar. Nada podía agredirle. Sabía que era cuestión de minutos. Esperar su aburrimiento y luego, escapar.
sábado, 23 de febrero de 2008
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